El movimiento “Ocupemos” ha experimentado un desarrollo estimulante. Hasta
donde mi memoria alcanza, no ha habido nunca nada parecido. Si consigue reforzar
sus lazos y las asociaciones que se han creado en estos meses a lo largo del
oscuro periodo que se avecina –no habrá victoria rápida– podría protagonizar un
momento decisivo en la historia de los Estados Unidos.
La singularidad de este movimiento no debería sorprender. Después de todo,
vivimos una época inédita, que arranca en 1970 y que ha supuesto un auténtico
punto de inflexión en la historia de los Estados Unidos. Durante siglos, desde
sus inicios como país, fueron una sociedad en desarrollo. Que no lo fueran
siempre en la dirección correcta es otra historia. Pero en términos generales,
el progreso supuso riqueza, industrialización, desarrollo y esperanza. Existía
una expectativa más o menos amplia de que esto seguiría siendo así. Y lo fue,
incluso en los tiempos más oscuros.
Tengo edad suficiente para recordar la Gran Depresión. A mediados de los años
30, la situación era objetivamente más dura que la actual. El ánimo, sin
embargo, era otro. Había una sensación generalizada de que saldríamos adelante.
Incluso la gente sin empleo, entre los que se contaban algunos parientes míos,
pensaba que las cosas mejorarían. Existía un movimiento sindical militante,
especialmente en el ámbito del Congreso de Organizaciones Industriales. Y se
comenzaban a producir huelgas con ocupación de fábricas que aterrorizaban al
mundo empresarial –basta consultar la prensa de la época-. Una ocupación, de
hecho, es el paso previo a la autogestión de las empresas. Un tema, dicho sea de
paso, que está bastante presente en la agenda actual. También la legislación del
New Deal comenzaba a ver la luz a resultas de la presión popular. A pesar
de que los tiempos eran duros, había una sensación, como señalaba antes, de que
se acabaría por “salir de la crisis”.
Hoy las cosas son diferentes. Entre buena parte de la población de los
Estados Unidos reina una marcada falta de esperanza que a veces se convierte en
desesperación. Diría que esta realidad es bastante nueva en la historia
norteamericana. Y tiene, desde luego, una base objetiva.
La clase trabajadora
En los años 30’ del siglo pasado los trabajadores desempleados podían pensar
que recuperarían sus puestos de trabajo. Actualmente, con un nivel de paro
similar al existente durante la Depresión, es improbable, si la tendencia
persiste, que un trabajador manufacturero vaya a recuperar el suyo. El cambio
tuvo lugar hacia 1970 y obedece a muchas razones. Un factor clave, bien
analizado por el historiador económico Robert Brenner, fue la caída del
beneficio en el sector manufacturero. Pero también hubo otros. La reversión, por
ejemplo, de varios siglos de industrialización y desarrollo. Por supuesto, la
producción de manufacturas continuó del otro lado del océano, pero en perjuicio,
y no en beneficio, de las personas trabajadoras. Junto a estos cambios, se
produjo un desplazamiento significativo de la economía del ámbito productivo –de
cosas que la gente necesitara o pudiera usar- al de la manipulación financiera.
Fue entonces, en efecto, cuando la financiarización de la economía comenzó a
extenderse.
Los bancos
Antes de 1970, los bancos eran bancos. Hacían lo que se espera que un banco
haga en una economía capitalista: tomar fondos no utilizados de una cuenta
bancaria, por ejemplo, y darles una finalidad potencialmente útil como ayudar a
una familia a que se compre una casa o a que envíe a su hijo a la escuela. Esto
cambió de forma dramática en los setenta. Hasta entonces, y desde la Gran
Depresión, no había habido crisis financieras. Los años cincuenta y sesenta
fueron un periodo de gran crecimiento, el más alto en la historia de los Estados
Unidos y posiblemente en la historia económica. Y fue igualitario. Al quintil
más bajo de la sociedad le fue tan bien como al más alto. Mucha gente accedió a
formas de vida más razonables –de “clase media”, como se llamó aquí, de “clase
trabajadora”, en otros países–. Los sesenta, por su parte, aceleraron el
proceso. Tras una década un tanto sombría, el activismo de aquellos años
civilizó el país de forma muchas veces duradera. Con la llegada de los setenta,
se produjeron una serie de cambios abruptos y profundos: desindustrialización,
deslocalización de la producción y un mayor protagonismo de las instituciones
financieras, que crecieron enormemente. Yo diría que entre los años cincuenta y
sesenta se produjo un fuerte desarrollo de lo que décadas después se conocería
como economía de alta tecnología: computadores, Internet y revolución de las
tecnologías de la información, que se desarrollaron sustancialmente en el sector
estatal. Estos cambios generaron un círculo vicioso. Condujeron a una creciente
concentración de riqueza en manos del sector financiero, pero no beneficiaron a
la economía (más bien la perjudicaron, al igual que a la sociedad).
Política y dinero
La concentración de riqueza trajo consigo una mayor concentración de poder
político. Y la concentración de poder político dio lugar a una legislación que
intensificaría y aceleraría el ciclo. Esta legislación, bipartidista en lo
esencial, comportó la introducción de nuevas políticas fiscales, así como de
medidas desreguladoras del gobierno de las empresas. Junto a este proceso, se
produjo un aumento importante del coste de las elecciones, lo que hundió aún más
a los partidos políticos en los bolsillos del sector empresarial.
Los partidos, en realidad, comenzaron a degradarse por diferentes vías. Si
una persona aspiraba a un puesto en el Congreso, como la presidencia de una
comisión, lo normal era que lo obtuviera a partir de su experiencia y capacidad
personal. En solo un par de años, tuvieron que comenzar a contribuir a los
fondos del partido para lograrlo, un tema bien estudiado por gente como Tom
Ferguson. Esto, como decía, aumentó la dependencia de los partidos del sector
empresarial (y sobre todo, del sector financiero).
Este ciclo acabó con una tremenda concentración de riqueza, básicamente en
manos del primer uno por ciento de la población. Mientras tanto, se abrió un
período de estancamiento e incluso de decadencia para la mayoría de la gente.
Algunos salieron adelante, pero a través de medios artificiales como la
extensión de la jornada de trabajo, el recurso al crédito y al
sobreendeudamiento o la apuesta por inversiones especulativas como las que
condujeron a la reciente burbuja inmobiliaria. Muy pronto, la jornada laboral
acabó por ser más larga en Estados Unidos que en países industrializados como
Japón o que otros en Europa. Lo que se produjo, en definitiva, fue un período de
estancamiento y de declive para la mayoría unido a una aguda concentración de
riqueza. El sistema político comenzó así a disolverse.
Siempre ha existido una brecha entre la política institucional y la voluntad
popular. Ahora, sin embargo, ha crecido de manera astronómica. Constatarlo no es
difícil. Basta ver lo que está ocurriendo con el gran tema que ocupa a
Washington: el déficit. El gran público, con razón, piensa que el déficit no es
la cuestión principal. Y en verdad no lo es. La cuestión importante es la falta
de empleo. Hay una comisión sobre el déficit pero no una sobre el desempleo. Por
lo que respecta al déficit, el gran público tiene su posición. Las encuestas lo
atestiguan. De forma clara, la gente apoya una mayor presión fiscal sobre los
ricos, la reversión de la tendencia regresiva de estos años y la preservación de
ciertas prestaciones sociales. Las conclusiones de la comisión sobre el déficit
seguramente dirán lo contrario. El movimiento de ocupación podría proporcionar
una base material para tratar de neutralizar este puñal que apunta al corazón
del país.
Plutonomía y precariado
Para el grueso de la población –el 99%, según el movimiento Ocupemos– estos
tiempos han sido especialmente duros, y la situación podría ir a peor. Podríamos
asistir, de hecho, a un período de declive irreversible. Para el 1% -e incluso
menos, el 0,1%- todo va bien. Son más ricos que nunca, más poderosos que nunca y
controlan el sistema político, de espaldas a la mayoría. Si nada se lo impide,
¿por qué no continuar así?
Tomemos el caso de Citigroup. Durante décadas, ha sido uno de los bancos de
inversión más corruptos. Sin embargo, ha sido rescatado una y otra vez con
dinero de los contribuyentes. Primero con Reagan y ahora nuevamente. No incidiré
aquí en el tema de la corrupción, pero es bastante alucinante. En 2005,
Citigroup sacó unos folletos para inversores bajo el título: “Plutonomía:
comprar lujo, explicar los desequilibrios globales”. Los folletos animaban a los
inversores a colocar dinero en un “índice de plutonomía”. “El mundo –anunciaban-
se está dividiendo en dos bloques: la plutonomía y el resto”.
La noción de plutonomía apela a los ricos, a los que compran bienes de lujo y
todo lo que esto conlleva. Los folletos sugerían que la inclusión en el “índice
de plutonomía” contribuiría a mejorar los rendimientos de los mercados
financieros. El resto bien podía fastidiarse. No importaba. En realidad, no eran
necesarios. Estaban allí para sostener a un Estado poderoso, que rescataría a
los ricos en caso de que se metieran en problemas. Ahora, estos sectores suelen
denominarse “precariado” –gente que vive una existencia precaria en la periferia
de la sociedad–. Solo que cada vez es menos periférica. Se está volviendo una
parte sustancial de la sociedad norteamericana y del mundo. Y los ricos no lo
ven tan mal.
Por ejemplo, el ex presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, llegó a
ir al Congreso, durante la gestión de Clinton, a explicar las maravillas del
gran modelo económico que tenía el honor de supervisar. Fue poco antes del
estallido del crack en el que tuvo una responsabilidad clarísima. Todavía se le
llamaba “San Alan” y los economistas profesionales no dudaban en describirlo
como uno de los más grandes. Dijo que gran parte del éxito económico tenía que
ver con la “creciente inseguridad laboral”. Si los trabajadores carecen de
seguridad, si forman parte del precariado, si viven vidas precarias, renunciarán
a sus demandas. No intentarán conseguir mejores salarios o mejores prestaciones.
Resultarán superfluos y será fácil librarse de ellos. Esto es lo que,
técnicamente hablando, Greenspan llamaba una economía “saludable”. Y era
elogiado y enormemente admirado por ello.
La cosa, pues, está así: el mundo se está dividiendo en plutonomía y
precariado –el 1 y el 99 por ciento, en la imagen propagada por el movimiento
Ocupemos. No se trata de números exactos, pero la imagen es correcta. Ahora, es
la plutonomía quien tiene la iniciativa y podría seguir siendo así. Si ocurre,
la regresión histórica que comenzó en los años setenta del siglo pasado podría
resultar irreversible. Todo indica que vamos en esa dirección. El movimiento
Ocupemos es la primera y más grande reacción popular a esta ofensiva. Podría
neutralizarla. Pero para ello es menester asumir que la lucha será larga y
difícil. No se obtendrán victorias de la noche a la mañana. Hace falta crear
estructuras nuevas, sostenibles, que ayuden a atravesar estos tiempos difíciles
y a obtener triunfos mayores. Hay un sinnúmero de cosas, de hecho, que podrían
hacerse.
Hacia un movimiento de ocupación de los trabajadores
Ya lo mencioné antes. En los años treinta del siglo pasado, las huelgas con
ocupación de los lugares de trabajo eran unas de las acciones más efectivas del
movimiento obrero. La razón era sencilla: se trataba del paso previo a la toma
de las fábricas. En los años setenta, cuando el nuevo clima de contrarreforma
comenzaba a instalarse, todavía pasaban cosas importantes. En 1977, por ejemplo,
la empresa US Steel decidió cerrar una de sus sucursales en Youngstown,
Ohio. En lugar de marcharse, simplemente, los trabajadores y la comunidad se
propusieron unirse y comprarla a los propietarios para luego convertirla en una
empresa autogestionada. No ganaron. Pero de haber conseguido el suficiente apoyo
popular, probablemente lo habrían hecho. Gar Alperovitz y Staufhton Lynd, los
abogados de los trabajadores, han analizado con detalle esta cuestión. Se trató,
en suma, de una victoria parcial. Perdieron, pero generaron otras iniciativas.
Esto explica que hoy, a lo largo de Ohio y de muchos otros sitios, hayan surgido
cientos, quizás miles de empresas de propiedad comunitaria, no siempre pequeñas,
que podrían convertirse en autogestionadas. Y esta sí es una buena base para una
revolución real.
Algo similar pasó en la periferia de Boston hace aproximadamente un año. Una
multinacional decidió cerrar una instalación rentable que producía manufacturas
con alta tecnología. Evidentemente, para ellos no era lo suficientemente
rentable. Los trabajadores y los sindicatos ofrecieron comprarla y gestionarla
por sí mismos. La multinacional se negó, probablemente por consciencia de clase.
Creo que no les hace ninguna gracia que este tipo de cosas pueda ocurrir. Si
hubiera habido suficiente apoyo popular, algo similar al actual movimiento de
ocupación de las calles, posiblemente habrían tenido éxito.
Y no es el único proceso de este tipo que está teniendo lugar. De hecho, se
han producido algunos con una entidad mayor. No hace mucho, el presidente Barack
Obama tomó el control estatal de la industria automotriz, la propiedad de la
cual estaba básicamente en manos de una miríada de accionistas. Tenía varias
posibilidades. Pero escogió esta: reflotarla con el objetivo de devolverla a sus
dueños, o a un tipo similar de propiedad que mantuviera su estatus tradicional.
Otra posibilidad era entregarla a los trabajadores, estableciendo las bases de
un sistema industrial autogestionado que produjera cosas necesarias para la
gente. Son muchas, de hecho, las cosas que necesitamos. Todos saben o deberían
saber que los Estados Unidos tienen un enorme atraso en materia de transporte de
alta velocidad. Es una cuestión seria, que no sólo afecta la manera en que la
gente vive, sino también la economía. Tengo una historia personal al respecto.
Hace unos meses, tuve que dar un par de charlas en Francia. Había que tomar un
tren desde Avignon, al sur, hasta el aeropuerto Charles de Gaulle, en París. La
distancia es la misma que hay entre Washington DC y Boston. Tardé dos horas. No
sé si han tomado el tren que va de Washington a Boston. Opera a la misma
velocidad que hace sesenta años, cuando mi mujer y yo nos subimos por primera
vez. Es un escándalo.
Nada impide hacer en los Estados Unidos lo que se hace en Europa. Existe la
capacidad y una fuerza de trabajo cualificada. Haría falta algo más de apoyo
popular, pero el impacto en la economía sería notable. El asunto, sin embargo,
es aún más surrealista. Al tiempo que desechaba esta opción, la administración
Obama envió a su secretario de transportes a España para conseguir contratos en
materia de trenes de alta velocidad. Esto se podría haber hecho en el cinturón
industrial del norte de los Estados Unidos, pero ha sido desmantelado. No son,
pues, razones económicas las que impiden desarrollar un sistema ferroviario
robusto. Son razones de clase, que reflejan la debilidad de la movilización
popular.
Cambio climático y armas nucleares
Hasta aquí me he limitado a las cuestiones domésticas, pero hay dos
desarrollos peligrosos en el ámbito internacional, una suerte de sombra que
planea sobre todo lo el análisis. Por primera vez en la historia de la
humanidad, hay amenazas reales a la supervivencia digna de las especies.
Una de ellas nos ha estado rondando desde 1945. Es una especie de milagro que
la hayamos sorteado. Es la amenaza de la guerra nuclear, de las armas nucleares.
Aunque no se habla mucho de ello, esta amenaza no ha dejado de crecer con el
gobierno actual y sus aliados. Y hay que hacer algo antes de que estemos en
problemas serios.
La otra amenaza, por supuesto, es la catástrofe ambiental. Prácticamente
todos los países en el mundo están tratando de hacer algo al respecto, aunque
sea de manera vacilante. Los Estados Unidos también, pero para acelerar la
amenaza. Son el único país de los grandes que no ha hecho nada constructivo para
proteger el medio ambiente, que ni siquiera se ha subido al tren. Es más, en
cierta medida, lo están empujando hacia atrás. Todo esto está ligado a la
existencia de un gigantesco sistema de propaganda que el mundo de los negocios
despliega con orgullo y desfachatez con el objetivo de convencer a la gente de
que el cambio climático es una patraña de los progres “¿Por qué hacer caso a
estos científicos?”.
Estamos viviendo una auténtica regresión a tiempos muy oscuros. Y no lo digo
en broma. De hecho, si se piensa que esto está pasando en el país más poderoso y
rico de la historia, la catástrofe parece inevitable. En una generación o dos,
cualquier otra cosa de la que hablemos carecerá de importancia. Hay que hacer
algo, pues, y hacerlo pronto, con dedicación y de manera sostenible. No será
sencillo. Habrá, por descontado, obstáculos, dificultades, fracasos. Es más: si
el espíritu surgido el año pasado, aquí y en otros rincones del mundo, no crece
y consigue convertirse en una fuerza de peso en el mundo social y político, las
posibilidades de un futuro digno no serán muy grandes.
Noam Chomsky es profesor emérito del Departamento de Lingüística y
Filosofía del MIT. Universalmente reconocido como renovador de la lingüística
contemporánea, es el autor vivo más citado, el intelectual público más destacado
de nuestro tiempo y una figura política emblemática de la resistencia
antiimperialista mundial.
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