Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
Hace cuarenta y dos años tuve una experiencia poco usual. Me hice
amigo de un hombre llamado Noam Chomsky. Llegué a conocerlo como ser humano
antes de darme cuenta completamente de su fama y del impacto de su obra. Desde
entonces he pensado a menudo en esa experiencia, por la visión que me dio de su
personalidad y, lo que es más importante, por los profundos problemas que
afligen actualmente a nuestra nación y al mundo. En mi caso, su principal
contribución ha sido su enfoque sobre cómo tratan los dirigentes de EE.UU. a una
gran parte de la población del mundo como “no-gente” explotándola económicamente
o iniciando guerras que han asesinado, han mutilado y han dejado sin techo a más
de 20 millones de personas desde el final de la Segunda Guerra Mundial (más de 5
millones en Iraq y 16 millones en Indochina, según estadísticas oficiales del
gobierno de EE.UU.).
Nuestra amistad se forjó por nuestra preocupación
por la “no-gente” cuando visitó Laos en febrero de 1970. Yo había estado
viviendo en una aldea laosiana en las afueras de la capital, Vientiane, durante
tres años y hablaba laosiano. Pero cinco meses antes me había conmocionado hasta
la médula cuando entrevisté a los primeros refugiados laosianos llevados a
Vientiane desde la Llanura de los Jarros en el norte de Laos, que había sido
controlada por el Pathet Lao comunista desde 1964. Descubrí horrorizado que los
dirigentes del poder ejecutivo de EE.UU. habían estado bombardeando
clandestinamente a esos pacíficos aldeanos durante cinco años y medio, forzando
a decenas de miles a refugiarse bajo tierra y en cavernas, donde se vieron
obligados a vivir como animales.
Me habían hablado de innumerables abuelas abrasadas
vivas por el napalm, innumerables niños enterrados vivos por bombas de 250
kilos, padres despedazados por bombas antipersonas. Percibí la metralla de
aquellas bombas que aún quedaba en los cuerpos de los refugiados que tuvieron la
suerte escapar, entrevisté a personas cegadas por las bombas, vi heridas de
napalm en los cuerpos de los niños. También me contaron que los bombardeos
estadounidenses de la Llanura de los Jarros había convertido en un páramo una
civilización de unos 700 años de 200.000 personas, y que sus principales
víctimas fueron ancianos, padres y niños que tuvieron que permanecer cerca de
las aldeas, no los soldados comunistas que podían moverse por los densos bosques
y eran difícilmente detectables desde las alturas. Y también descubrí enseguida
que los dirigentes del poder ejecutivo de EE.UU. habían perpetrado esos
bombardeos unilateralmente sin informar siquiera, por no hablar de obtener el
consenso, al Congreso o al pueblo estadounidense. Y me di cuenta de que esos
refugiados devastados de la Llanura de los Jarros eran los afortunados. Habían
sobrevivido a los bombardeos estadounidenses –que no solo continuaban sino
aumentaban– al contrario de otros cientos de miles de laosianos inocentes. Crecí
creyendo en los valores estadounidenses, pero ese bombardeo de civiles inocentes
violaba cada uno de ellos. Al mirar a los dirigentes del poder ejecutivo de
EE.UU. desde la perspectiva de un campo de refugiados laosianos, aprendí en
pocas semanas que eran enemigos de la decencia humana, de la democracia, de los
derechos humanos y del derecho internacional en el exterior, y que en este mundo
real el poder daba derechos y el crimen rendía frutos. Por mucho que uno creyera
que EE.UU. era una “nación de leyes, no de hombres”, era evidentemente una
nación de hombres crueles, brutales y desaforados en Laos.
Sin ninguna decisión consciente por mi parte, me
comprometí inmediatamente a hacer todo lo posible por detener ese inimaginable
horror. Como judío inmerso en el Holocausto, me sentí como si hubiera
descubierto la verdad de Auschwitz y Buchenwald mientras la matanza continuaba.
Pronto me vi trabajando sin descanso para llevar a todas las personas que pude
-incluidos periodistas como Bernard Kalb de CBS, Ted Koppel de ABC, Flora Lewis del New York Times– a los campamentos con la
esperanza de que informaran de los bombardeos para denunciarlos ante el mundo.
Un día oí que tres activistas contra la guerra –Doug
Dowd, Richard Fernandez y Noam Chomsky– pasaban una noches en el Hotel Lane
Xang, en Vientiane, antes de tomar el avión de la Comisión Internacional de
Control (ICC) para una visita de una semana a Hanoi. (La única manera de ir a
Hanoi entonces era a través de Phnom Penh.) Llamé a una de sus habitaciones, me
presenté, y Noam fue a cenar el día siguiente a la aldea en la yo vivía, con la
intención de partir a Hanoi el día siguiente.
Pasé la mayor parte de los años sesenta en Medio
Oriente, Tanzania y Laos y sabía relativamente poco de Doug, Dick o Noam, aunque
sabía que Noam era un lingüista famoso y había escrito bastante sobre la guerra
de Indochina. Mi idea en ese momento era informarlos de la gravedad de los
bombardeos, con la esperanza de que pudieran hacer algo al respecto.
Personalmente, Noam me gustó de inmediato. Era
cortés pero apasionado –compartíamos esta última característica– y evidentemente
compasivo. Uno de los motivos por los que los bombardeos me habían horrorizado
tanto era que llegué a conocer a los laosianos como personas al vivir en la
aldea durante los tres años anteriores, en particular a un anciano de 70 años
llamado Paw Thou Douang, a quien llegué a querer como a un segundo padre. Era
amable, sabio, apacible, y lo respetaba tanto como a cualquiera que hubiera
conocido. Me impresionó sobre todo la calidez con la que Noam se relacionó con
Paw Thou durante la cena con él y su familia. Claramente sintió de inmediato una
afinidad con ellos que no había visto en muchos otros visitantes que había
llevado a la aldea. También mostró una curiosidad concentrada en los detalles de
lo que estaba sucediendo en Laos, a la cual me encantó responder.
Al día siguiente los tres visitantes descubrieron
novedades inquietantes: el vuelo de la ICC a Hanoi se había anulado y el vuelo
siguiente tardaría una semana. Los tres tenían sus agendas llenas y comenzaron a
hacer planes para volver a casa en esa semana. Sin embargo sugerí a Noam que tal
vez le gustaría quedarse. Dije que podía organizar entrevistas con los
refugiados de los bombardeos, con funcionarios de la embajada de EE.UU. y del
gabinete laosiano, con el primer ministro Souvanna Phouma, con el representante
del Pathet Lao y con un antiguo guerrillero, como hice con los medios de
comunicación. Desde su perspectiva era una oportunidad especial de informarse
sobre la guerra secreta de EE.UU. en Laos; desde la mía, parte de mi esfuerzo
por hacer que los bombardeos fueran conocidos por el mundo con la esperanza de
que terminaran.
Noam estuvo de acuerdo, y creo que ambos tuvimos una
de las experiencias más singulares de nuestras vidas –él, en el asiento trasero
de mi motocicleta, yo, llevándolo por las calles de Vientiane, mientras él
trataba de averiguar lo más posible sobre la guerra de EE.UU. en Laos, que hasta
ese momento apenes se conocía en el mundo exterior. Richard Nixon un mes más en
admitir por fin que EE.UU. había estado bombardeando Laos durante los seis años
anteriores, aunque él y Henry Kissinger siguieron mintiendo al afirmar que los
bombardeos solo afectaban a objetivos militares.
Tengo una serie de recuerdos particularmente vívidos
de Noam de la semana que pasamos juntos. Uno es de cuando lo observé leyendo un
periódico. Miraba una página, parecía memorizarla, y un segundo después la daba
vuelta y miraba la página siguiente. En una ocasión le di a leer un libro de 500
páginas sobre la guerra de Laos cuando eran casi las 10 de la noche, a la mañana
siguiente me reuní con él para desayunar antes de nuestra visita al funcionario
de asuntos políticos Jim Murphy en la embajada de EE.UU. Durante la entrevista
se mencionó el asunto de la cantidad de tropas norvietnamitas en Laos. La
embajada afirmó que habían llegado 50.000, en circunstancias en que la evidencia
mostraba claramente que no habría más de algunos miles. Casi me caigo de la
silla cuando Noam citó una nota al pie que aclaraba ese punto, a varios cientos
de páginas del comienzo del libro que le había dado la noche antes. Había oído
antes el término “memoria fotográfica”, pero nunca la había visto en acción de
manera semejante, o que fuera utilizada de un modo tan útil. (Curiosamente, Jim
mostró a Noam documentos internos de la embajada que también confirmaban la
cifra inferior, lo que Noam citó posteriormente en su largo capítulo sobre Laos
en La Guerra de Asia.)
También me impresionó su modestia. Casi tenía
aversión a hablar de sí mismo, al contrario de la mayoría de las “celebridades”
periodísticas que había conocido. Tenía poco interés en charlas intrascendentes,
rumores o discusiones de personalidades, y se concentraba casi enteramente en
los temas en cuestión. Restaba importancia a su trabajo lingüístico, diciendo
que carecía de importancia en comparación con la oposición a los asesinatos
masivos que ocurrían en Indochina. No tenía ningún interés en conocer la
tristemente célebre vida nocturna de Vientiane, los puntos de interés turístico
o el descanso junto a la piscina. Estaba claramente motivado, un hombre con una
misión. Me impresionó como un auténtico intelectual, un individuo utilizaba la
cabeza. Y podía unirme a él. Yo también utilizaba la cabeza y tenía una misión.
Pero lo que más me impresionó fue lo que ocurrió
cuando viajamos a un campamento que albergaba refugiados de la Llanura de los
Jarros. Yo había llevado a docenas de periodistas y otras personas a los
campamentos y descubrí que casi todos estaban emocionalmente distanciados de los
sufrimientos de los refugiados. Fueran Bernard Kalb de CBS, Welles Hangen de NBC o Sidney Schanberg del New York Times, los periodistas
escuchaban cortésmente, hacían preguntas, tomaban notas y luego volvían a sus
hoteles para enviar sus artículos. Mostraban poca emoción o interés en lo que
habían sufrido los aldeanos fuera de lo que necesitaban para escribir sus
artículos. Nuestras conversaciones en el coche al volver a sus hoteles
usualmente tenían que ver con la cena de esa noche o los asuntos del día
siguiente.
Por lo tanto me sorprendió cuando, mientras traducía
las preguntas de Noam y las respuestas de los refugiados, de repente le vi
perder y control y empezar a llorar. No solo me impresionó que casi todas las
personas a las que llevé a los campamentos estuvieran tan resguardadas de la que
era, después de todo, la reacción más natural de mundo, sino el propio Noam, que
me había parecido tan intelectual, tan absorto en el mundo de las ideas,
palabras y conceptos y que pocas veces expresaba sus sentimientos sobre las
cosas. En aquel momento de di cuenta de que estaba viendo su alma. La imagen de
su llanto en ese campamento no me ha abandonado jamás.
Uno de los motivos por los que me impresionó su
reacción fue que no conocía a esos laosianos. Para mí, que había vivido con
ellos y amé mucho a gente como Paw Thou, era relativamente fácil comprometerme
en el intento de detener los bombardeos. Pero he sentido respeto no solo ante
Noam, sino ante los muchos miles de estadounidenses que pasaron tantos años
tratando de detener la matanza de indochinos que no conocían en una guerra que
nunca vieron.
Mientras conducíamos de vuelta del campamento ese
día, se mantuvo silencioso, todavía conmovido por lo que le habían contado.
Había escrito extensamente sobre la guerra de EE.UU. en su país. Pero era la
primera vez que veía a sus víctimas cara a cara. Y en el silencio se forjó un
lazo silencioso entre ambos que nunca hemos discutido.
Cuando pienso en mi vida siento que fui mejor
persona durante aquel período de lo que he sido antes o después. Y me di cuenta
de que en esos días ambos veníamos del mismo lugar: En comparación con el
Calvario desmesurado de esa gente inocente, amable, bondadosa –y de tantos
otros– todo lo demás parecía trivial. Una vez que uno sabía que estaba muriendo
gente inocente, ¿cómo podía justificar ante sí mismo hacer otra cosa que tratar
de salvar sus vidas?
Y me di cuenta en el silencio de ese viaje en auto
de que fuera de la persona pública de Noam, como el intelectual de los
intelectuales, que se basaba en los hechos y la razón para demostrar sus
argumentos, había un ser humano con profundos sentimientos. Para Noam esos
campesinos laosianos eran seres humanos con nombres, caras, sueños y con tanto
derecho a sus vidas como los que los aniquilaban con indiferencia. Pero para
muchos de esos periodistas visitantes, por no hablar de los estadounidenses en
su país, esos aldeanos eran “no-gente” anónima cuyas vidas no tenían ningún
significado.
Cuando volví a EE.UU., Noam y yo nos mantuvimos en
contacto regular mientras duró la guerra. Noam me impresionó más cuando comencé
a leer su obra y me di cuenta de que nadie escribía con tanto detalle, con tanta
lógica y con tan profundo entendimiento, tanto sobre los horrores de la guerra
como sobre el sistema que los produce. Pero lo que me impresionó todavía más
respecto a él –y respecto a su amigo Howard Zinn, de la Universidad Boston– fue
que iban más allá de lo escrito y de lo que decían y que realmente se
arriesgaban al oponerse a ese sistema.
Noam y Howard formaban parte de mi “grupo de
afinidad” durante las manifestaciones del Día del Trabajo en las que miles de
personas fueron arrestadas y estuvimos en celdas contiguas en la prisión durante
la acción de desobediencia civil Redress en Washington. También supe que Noam
era un dirigente de Resist, un grupo que promovía la resistencia al servicio
militar y al pago de impuestos para la guerra, y que habría sido procesado si no
hubiera tenido lugar la Ofensiva del Tet. Había estado hablando contra la guerra
desde 1963, antes de que la mayoría de nosotros hubiésemos oído hablar de ella.
Y había soportado numerosas amenazas de muerte y una amplia variedad de
dificultades hasta el punto de que su esposa, Carol, volvió a estudiar para
desarrollar una profesión en caso que a Noam le pasara algo que le impidiera
seguir manteniendo a sus tres hijos.
Cuando terminó la guerra tomé una decisión nefasta.
En lugar de seguirme oponiendo al próximo conjunto de horrores que causaban los
dirigentes de EE.UU., me decidí a trabajar en el interior para reemplazarlos por
una nueva generación de dirigentes que se opusieran a la guerra y promovieran la
justicia social. Pasé los 15 años siguientes en política interior, con Tom
Hayden y la Campaña por la Democracia Económica, como funcionario a nivel de
gabinete con el gobernador Jerry Brown, en el think tank del senador Gary Hart, y
reorientando Rebuild America, con la asesoría de muchos de los mejores
economistas y dirigentes empresariales de EE.UU.
Solo tuve contactos esporádicos con Noam durante ese
período. En parte porque ahora nuestros intereses divergían. Él siguió
produciendo artículos, libros y discursos denunciando y oponiéndose a la
política asesina de EE.UU. en Timor Oriental, las guerras terroristas de Reagan
en Centroamérica, las desastrosas políticas económicas de Clinton en Haití y
otras naciones del Tercer Mundo y el bombardeo de Kosovo; y el asunto que
parecía apasionarlo al máximo: el patrocinio de EE.UU. para el maltrato de los
palestinos por parte de Israel. Esas preocupaciones estaban alejadas de mi
enfoque en la política electoral y en temas interiores como la energía solar y
el desarrollo de una estrategia económica nacional.
En retrospectiva, sin embargo, me doy cuenta de que
jugaba un factor bastante inconsciente: Tendía a evitar a Noam porque me sentía
inmoral por haber abandonado la tarea de intentar salvar vidas y por entrar a un
sistema político comprometido y corrupto. A menudo me vi manteniendo diálogos
defensivos con él en mi cerebro, tratando de justificarme, que se endurecían a
medida que fracasaban los esfuerzos electorales con los que estaba asociado, y
me encontraba mucho más orientado hacia mi ego que durante la guerra.
Después de más de una década estuve en Boston y
llamé a Noam. Me invitó calurosamente a su casa y conversamos un rato.
Finalmente le pregunté cómo se sentía respecto a mi participación en la política
electoral. También mencioné que estaba en la casa de un antiguo amigo
progresista que trabajaba para un banco importante y me había dicho por la
mañana que no quería vera Noam porque suponía que este lo pondría por el suelo.
Noam se mostró genuinamente impresionado por la historia. “¡Vaya!, estamos todos
comprometidos”, dijo. “Míreme a mí. Trabajo en el MIT, que ha recibido millones
del Departamento de Defensa”. Pareció verdaderamente intrigado y dolido porque
mi amigo o yo pudiésemos pensar que nos denigraría por lo que estábamos
haciendo.
En los últimos años me he mantenido en contacto
regular con Noam, sobre todo por correo electrónico, pero también cuando estuve
en su casa durante 10 días antes de asistir al servicio conmemorativo de Howard
Zinn el 3 de abril de 2010. Fue un período profundamente emocional para ambos,
particularmente para Noam, que tenía profundos lazos con Howard, y la visita me
impresionó profundamente.
Encontré esencialmente al mismo Noam que conocí
hacía 40 años. Ningún interés en charlas intranscendentes. Modestia. Indignación
ante la continua negativa de los intelectuales y periodistas estadounidense a
tomar posición ante los crímenes de guerra de los dirigentes de EE.UU. Grandes
temas morales de nuestra época. Un tipo agradable que me ofreció recogerme de
una reunión en Cambridge, o para ir a buscar algunos comestibles en el
supermercado para una de nuestras comidas.
Pregunté a Noam cómo se sentía al ser rutinariamente
criticado por su concentración en crímenes de los dirigentes de EE.UU. y no en
los de otras naciones. Dijo que pensaba que era apropiado que lo hiciera porque
era ciudadano estadounidense, y los dirigentes de EE.UU. han cometido de lejos
más crímenes de guerra en el extranjero que cualesquiera otros desde el final de
la Segunda Guerra Mundial. Estuve de acuerdo, señalando que hay tantos
destacados intelectuales públicos y periodistas que critican a dirigentes
extranjeros, y tan pocos que se atreven a señalar los crímenes de guerra
cometidos por los de su propio país.
Y, como 40 años antes, me impresionó sobre todo su
incansable trabajo. Pasaba casi todo su tiempo leyendo, escribiendo, siendo
entrevistado en persona o por teléfono, hablando y, en un acto de generosidad
por el cual es particularmente conocido, respondiendo continuamente un torrente
interminable de mensajes, a menudo hasta cinco o seis horas diarias.
Y, descubrí que sigue dando conferencias por todo el
país y en todo el mundo, hasta el punto que su agenda está usualmente repleta
durante años. Con 82 años mantiene un programa que abrumaría a alguien con 40
años menos.
También me impresionó su ascetismo. Cuando lo llamé
por teléfono me di cuenta que tenía el mismo número de teléfono y vivía en la
misma modesta casa de hacía 40 años. Usa jeans, y no tiene virtualmente interés
alguno por los alimentos o posesiones materiales. Periódicamente le visitan sus
amigos y familiares, pero no realiza otras actividades en su tiempo libre.
Me emocioné particularmente una noche mientras
estaba sentado frente a él en la cena, impresionado como siempre por la enorme
distancia entre lo que sabe Noam de la matanza de inocentes en todo el mundo por
los dirigentes de EE.UU. y lo que sabe el público. Repentinamente pensé en el
personaje Winston Smith del libro 1984 de Orwell, que ve poca esperanza de
cambiar la sociedad y se concentra únicamente en el intento de mantenerse sano y
escribir la verdad con la esperanza de que las futuras generaciones lo
recuerden. Dije a Noam que para mí, en ese momento, él era Winston Smith.
Siempre recordaré su reacción.
Me miró.
Solo me miró.
Y sonrió tristemente.
Noam puede ser duro con los que apoyan el belicismo
de EE.UU., pero todavía es más duro consigo mismo. En una ocasión mencioné que
había preguntado a un activista político de toda la vida del que ambos habíamos
sido amigos si, considerando su vida, sentía algún remordimiento. Nuestro amigo
había respondido que querría haber pasado más tiempo con su familia y haber
seguido algunos de sus intereses no políticos. “¿Siente algún remordimiento?”
pregunté a Noam. Su respuesta me chocó. Más para sí mismo que para mí,
respondió: “No hice lo suficiente”.
En otra ocasión pregunté a Noam cuánta satisfacción
le causa haber escrito tantos libros, haber creado un nuevo campo lingüístico,
ser tan influyente en todo el mundo. “Ninguna”, respondió sombríamente, y
explicó que piensa que no había sido realmente capaz de convencer a suficiente
gente para que comprendiera el verdadero trato salvaje y brutal que dan a la
no-gente de todo el mundo los dirigentes de EE.UU. Se sentía frustrado, por
ejemplo, porque mucha gente no comprende cómo los dirigentes de EE.UU. al matar
a cientos de miles de inocentes y al destruir la base misma de la sociedad
sudvietnamita, habían realmente ganado en Indochina al destruir la posibilidad
de que emergiera un modelo económico y social alternativo al de EE.UU.
Una noche, cuando subía a mi dormitorio, miré al
despacho de Noam. Esos días pasaba el tiempo en su casa sentado en una gran
silla de escritorio frente a su ordenador y su posición me recordó sobre todo la
de un monje budista meditando.
Y entonces me impactó.
Repentinamente me di cuenta: “Noam ha estado
viviendo durante los últimos 40 años, como yo lo dice brevemente durante la
guerra. Ha estado trabajando todo el tiempo, leyendo, escribiendo, hablando, sin
desperdiciar un minuto, concentrado en el intento de detener la matanza de
EE.UU., para obligar al mundo a comprender los sufrimientos de la ‘no-gente’”
Y, no me avergüenza decirlo, sentí un gran amor por
él en ese momento. Y un entendimiento profundo. Hasta donde me da la memoria,
desde que leí sobre “Mahatma” Gandhi, me había preguntado cuál era el verdadero
significado del término “Gran Alma”. Y en ese momento terminé por comprenderlo.
Si parte de ser un “Gran Alma” es reaccionar ante el sufrimiento humano de los
que no tienen voz, y entregar toda su mente, su cuerpo y su alma a intentar
reducirlo, finalmente había encontrado una. La tradición judía lo dice de otra
manera, en la leyenda de los 36 “Hombres Justos” quienes –sin saberlo– mantienen
en algún momento la vida de la humanidad. Si Noam no es uno de esos 36, me
pregunté, ¿quién lo es? También me recordó a los muchos que han comparado a Noam
con honrados profetas del Antiguo Testamento como Amos o Jeremías, quienes
también criticaron con gran enfado a los gobernantes corruptos de sus tiempos,
cuyos nombres ni siquiera recordamos.
Aunque hay gente decente que puede no estar de
acuerdo con algunas de las posiciones que Noam ha adoptado en los últimos 40
años, sentí que en ese momento, en la escalera de su casa, semejantes
controversias parecían irrelevantes para apreciar quién es y lo que representa.
Me di cuenta de que mientras yo, como la mayoría de la gente que conozco, hemos
oído los gritos de las víctimas de las guerras de EE.UU. durante las últimas
décadas, Noam no ha podido olvidarlos.
Durante mi estadía con Noam lo visitó la famosa
escritora india Arundhati Roy quien, como tantos no estadounidenses de todo el
mundo, evidentemente sentía un inmenso respeto, admiración y amor hacia su
persona. Solo comprendí lo que significaba para ella, sin embargo, cuando leí
estas palabras de su capítulo “La soledad de Noam Chomsky”: “Chomsky (revela) el
corazón despiadado de la maquinaria de guerra estadounidense… dispuesta a
aniquilar a millones de seres humanos, civiles, soldados, mujeres, niños,
aldeas, ecosistemas completos con métodos científicamente perfeccionados de
brutalidad… Cuando el sol se ponga en el imperio estadounidense, como lo hará,
como debe hacerlo, la obra de Noam Chomsky sobrevivirá… Como una posible ‘gook’
[nombre despectivo utilizado por los estadounidenses para los asiáticos, N. del
T.] y, quién sabe, tal vez una gook en potencia, apenas pasa un día en el que no
piense –por uno u otro motivo– ‘Chomsky Zindabad.’ (‘Viva Chomsky’)”.
Y descubrí que me preguntaba por qué, por qué el
sufrimiento de las víctimas de los dirigentes de EE.UU. afecta tanto a Noam.
Durante la última década me he sumergido en la rama
de la psicología que sostiene que la clave de gran parte de nuestra conducta es
cómo ejecutamos inconscientemente traumas de nuestra temprana infancia en
nuestras vidas adultas, en particular al saber que moriremos. Y descubrí que
estaba tratando de comprender a Noam desde ese punto de vista.
He aprendido que nuestras vidas están impulsadas en
gran parte por las defensas inconscientes que desarrollamos temprano contra el
dolor emocional. Y me ha quedado claro que una clave para comprender a Noam es
que, por la razón que se sea, tiene menos defensas que el resto de nosotros
contra el dolor del mundo. No tiene “piel”. Está eternamente atormentado, como
yo lo estaba en Laos, por el sufrimiento de la “no-gente” y trabaja todo el
tiempo para tratar de reducirlo.
Y, a la inversa, cuando está con ellos se siente más
vivo y el sentimiento interno estalla con más claridad a través de su persona
intelectual.
Durante mi estadía con él pregunté a Noam a quién
admira más en el mundo. Respondió describiendo varias visitas recientes a
campesinos en áreas rurales de Colombia, que luchan por proteger las selvas
húmedas contra la explotación. Noam pasó varios días escuchando y grabando sus
historias de mucho dolor y mucho valor. En su visita más reciente subieron a un
cerro y, dirigidos por los chamanes, realizaron una compleja ceremonia para
dedicar un bosque a Carol. No lo había visto tan conmovido, vivo y emocionado
desde hacía 40 años en Laos.
Recientemente recordé a Noam llorando en el campo de
refugiados de Laos y de nuevo me pregunté por qué es de esa manera. ¿Qué, en su
infancia o en su vida, puede haber sido la causa? Sin embargo, me fue imposible
lograr mucho progreso en esa área. Porque Noam no solo protege su privacidad,
sino que además no se interesa particularmente por explicaciones psicológicas o
espirituales de la conducta humana. Aunque reconoce que la terapia ha sido útil
para gente que conoce, considera que los intentos de explicar la conducta humana
constituyen esencialmente “historias”. Cree que hay demasiadas variables
involucradas en la comprensión de los seres humanos como para que el cerebro
humano pueda compenetrarse realmente, por no hablar de la imposibilidad de
realizar el tipo de experimentos controlados que puedan producir respuestas
científicamente creíbles.
Y, uno sospecha, que Noam considera que dedicar
demasiado tiempo a semejantes “historias” está fuera de lugar cuando tantos
seres humanos reales sufren y la organización de movimientos masivos es la única
esperanza de salvarlos.
Si suficientes de nosotros hubiéramos trabajado como
Noam para tratar de forzar a los dirigentes estadounidenses a que dejaran de
matar y explotar a los inocentes durante los últimos 40 años, después de todo,
innumerables personas podrían haber sido salvadas, y EE.UU. y el mundo serían no
solo mucho más ricos, sino más pacíficos y más justos. No se dirigirían
actualmente hacia el colapso de la civilización como la conocemos por el cambio
climático. Noam cree que la mayor responsabilidad de esto yace en un sistema
corporativo impulsado a corto plazo que considera el cambio climático como una
“externalidad”, es decir, un problema para que se preocupen otros. Pero también
es obvio que el que ese hecho no sea suficiente para que el resto de nosotros,
ciertamente incluyéndome a mí, reaccionemos adecuadamente ante la amenaza de la
muerte de la civilización, también es una parte importante del problema.
Y así terminé por comprender que la pregunta
importante no es por qué Noam reacciona de la forma en que lo hace ante los
sufrimientos de los inocentes de todo el planeta.
Es por qué no lo hacemos los demás.
Los escritos de Fred Branfman se han publicado en New York Times, Washington Post, New
Republic y otras publicaciones. Es autor de varios libros sobre la Guerra de
Indochina.
© 2012
Independent Media Institute. All rights reserved.
No hay comentarios:
Publicar un comentario