Tres elecciones decisivas se celebran en las próximas semanas cuyo resultado
dibujará el nuevo rostro del mundo.
La primera es la del 7 de octubre en
Venezuela. Si –como lo prevén los sondeos– gana Hugo Chávez, será una gran
victoria para todo el campo progresista en América Latina, y la garantía de que
los cambios continuarán.
La segunda, a mediados de este mes, tiene lugar en el marco del XVIII
Congreso del Partido Comunista de China, donde con casi toda seguridad, Xi
Jinping será elegido nuevo secretario general del Partido, en sustitución de Hu
Jintao, primer paso hacia su probable elección, dentro de unos meses, como
próximo presidente de China y, en consecuencia, líder de la segunda economía
mundial, de la principal potencia emergente y rival estratégico de
Washington.
La tercera, el 6 de noviembre, decidirá el mantenimiento del demócrata Barack
Obama en la presidencia de Estados Unidos o su sustitución por el republicano
Mitt Romney. Aunque está demostrado que un cambio de mandatario no afecta
demasiado al poder financiero (que es quien decide en última instancia), ni
modifica las opciones estratégicas fundamentales de la potencia estadouniense,
no cabe duda de que estas elecciones, en el contexto internacional actual,
resultan determinantes.
A priori, Barack Obama salía con pocas esperanzas de renovar su
mandato. Pero el asesinato de diplomáticos estadounidenses en Libia y los
ataques contra la embajada estadounidense en Egipto el pasado 11 de septiembre
–justo once años después de los atentados contra el World Trade Center en 2001–
han hecho entrar de repente los temas de la política exterior en la campaña
electoral. ¿Podría esto favorecer la reelección de Obama?
Ningún candidato ha ganado jamás basándose en un proyecto (o un balance) de
política exterior. Sin embargo, se puede afirmar que esos trágicos sucesos
recientes no han desfavorecido a Obama en la medida en que, por contraste, su
rival republicano Mitt Romney dio, en esa ocasión, una imagen de político
superficial e irresponsable. Muy alejada, en todo caso, de la imagen que la
opinión pública tiene de un verdadero hombre de Estado.
Si añadimos a eso el efecto devastador que provocó, días después, la difusión
de un vídeo “clandestino” en el cual Romney declara con desprecio que la mitad
del país –los electores de Obama– se compone de “víctimas”, de “perdedores” y de
“asistidos”, podemos afirmar que el presidente saliente recobra, a pocas semanas
del escrutinio, posibilidades de ganar.
No era evidente. Porque, habiendo prometido mucho durante su campaña de 2008,
Barack Obama decepcionó en igual proporción. Él mismo admitó haber vendido
demasiados sueños. Y su popularidad se despeñó desde muy alto. Tanto que cabe
preguntarse ¿cómo un hombre que atrajo a dos millones de personas el día de su
toma de posesión en Washington en enero de 2009, y que tiene más de trece
millones de seguidores en Twitter, ha podido perder tan brutalmente su
magia?
Intelectualmente brillante, el primer presidente negro de Estados Unidos no
ha conseguido transformar su país. El dinero sigue dominando la vida política,
las instituciones siguen paralizadas por los bizantinismos del Congreso, la
economía sigue renqueando, y la hegemonía planetaria de Washington está más
cuestionada que nunca.
También es cierto que, al llegar a la Casa Blanca, el nuevo presidente se vio
enfrentado a una crisis financiera, industrial y social de una gravedad sólo
comparable con la Gran Depresión. El país había perdido ocho millones de
empleos… Sin embargo Obama dio la impresión de no darse cuenta que el navío se
hundía. Siguió con su papel de Gran Embaucador de la campaña electoral. No vio
venir el naufragio. Y falló durante la primera parte de su mandato.
Tenía que haberse apoyado en su gran popularidad para atacar –inmediatamente–
los excesos irracionales de las finanzas y de la banca. Restableciendo la
prioridad de la política sobre la economía. No lo hizo. Y su presidencia arrancó
sobre una base errada.
Obama debió también utilizar el apoyo de la nación para golpear de inmediato
al Partido Republicano y ampliar el frente de las reformas. Debió dirigirse
directamente al pueblo para presionar al Congreso. Y obligarle a votar las leyes
sociales y fiscales que hubiesen permitido reconstruir el Estado de bienestar y
restablecer la felicidad social. Tampoco lo hizo. Escogió la prudencia. Y fue
otro error.
No cabe duda que sus reformas de la sanidad y de las reglas de Wall Street
han sido importantes. Pero las obtuvo muy rebajadas. La ley sobre la reforma de
la sanidad se elaboró de modo muy conservador, y la consecuencia es que millones
de estadounidenses han tenido que recurrir al sector privado de los seguros de
salud. La reforma de las regulaciones del mercado financiero tampoco ha tenido
un alcance suficiente para poner fin a las peores costumbres del sector
especulativo y bancario. En fin, la Casa Blanca no promovió suficientemente el
Employee Free Choice Act que hubiese garantizado a los trabajadores la
posibilidad de crear más sindicatos.
Pero además, Obama había prometido cambiar el modo de funcionamiento de la
vida política estadounidense, en particular en el Congreso. Igual que hizo
Franklin D. Roosevelt en los años 1930, Obama debió movilizar al pueblo y
utilizarlo como un arma en su combate legislativo. Tampoco lo hizo. Y acabó por
parecerse a las momias políticas de Washington que tanto había criticado. Y que
los ciudadanos detestan. Consecuencia: fueron los republicanos quienes se
dirigieron directamente al pueblo…
En principio, los demócratas disponían de todo lo necesario para gobernar.
Controlaban los poderes ejecutivo y legislativo: la presidencia, la mayoría en
la Cámara de los Representantes y la mayoría en el Senado. Normalmente, el
control de esas dos palancas esenciales basta para dirigir un país. Pero ya no
en nuestras sociedades post-democráticas.
En realidad, a pesar de su legitimidad democrática, Obama y el Partido
Demócrata, sólo disponían de una baza. Cuando hoy se necesitan al menos tres
para gobernar. Le faltaban pues dos más: los grandes medios de comunicación de
masas (los republicanos tienen la cadena Fox) y un poderoso movimiento popular
surgido de la calle (los republicanos tienen el Tea Party). Obama y los
demócratas no tenían ni los unos, ni el otro. Y constataron su impotencia…
De tal modo que –algo insólito– se vieron desbordados por la derecha en pleno
periodo de crisis económica y social… La derecha estadounidense tuvo el
monopolio de las manifestaciones en la calle, de las luchas contra el Gobierno y
hasta de la batalla de las ideas… Consecuencia: en las elecciones de medio
mandato, en noviembre de 2010, los demócratas perdieron la mayoría en la Cámara
de representantes.
Hubo que esperar a los albores de la campaña electoral para que Obama
entendiese por fin que debía salir del lodazal politiquero de Washington y
apoyarse en una estrategia orientada hacia los movimientos populares. En Denver,
en octubre de 2011 –por primera vez desde que llegó a la Casa Blanca–, Obama
movilizó directamente a su base popular lanzándole una llamada de socorro: “Os
necesito. Necesito que protestéis. Necesito que os movilicéis. Necesito que
seáis activos. Necesito que os dirijáis al Congreso para gritarle: ‘¡Haced
vuestra tarea!’”.
Esta nueva estrategia resultó eficaz. Los parlamentarios republicanos
tuvieron de repente que ponerse a la defensiva. Un nuevo Obama más atacante y en
plena progresión en los sondeos empezó a emerger. Y hasta tuvo nuevas audacias:
se declaró en favor del matrimonio entre personas del mismo sexo, y en favor de
otra política hacia los inmigrantes que pusiera fin a las expulsiones
indiscriminadas de los sin papeles. Su popularidad aumentaba.
Entre tanto, los republicanos elegían para representarlos en la carrera a la
Casa Blanca al multimillonario Mitt Romney. Este concentró inmediatamente sus
críticas contra Obama denunciando el “balance catastrófico del mandato” del
presidente: 23 millones de parados o precarios; un déficit presupuestario nunca
visto en Estados Unidos; y una deuda nacional en aumento del 50% en cuatro años
y equivalente al PIB estadounidense.
Romney confiaba en unas encuestas según las cuales el 54% de los electores
declaraban que Obama no merecía un segundo mandato; y un 52% estimaban que
vivían “peor hoy que hace cuatro años”.
El candidato republicano no paraba de repetir eso a lo largo de su campaña.
Olvidándose de señalar que los sondeos también decían que el propio Romney no
conseguía convencer a los electores de su sinceridad y de su interés por la
gente. Las encuestas también revelaban que una mayoría de estadounidenses estaba
de acuerdo con Obama sobre casi todos los grandes problemas: desde la reforma de
la sanidad hasta la política fiscal. En cualquier caso, pensaban que Barack
Obama los defendería mejor que Mitt Romney.
Este tuvo entonces la idea de designar al muy conservador Paul Ryan
–presidente de la Comisión del presupuesto de la Cámara de Representantes–
como candidato a la vicepresidencia. Cosa que estimuló a Obama porque, a partir
de ese momento, decidió invertir los papeles habituales de una campaña
presidencial. Se plantó en opositor ofensivo en vez de defender su balance. Ya
no fue él quien se justificó por sus dificultades para relanzar la economía,
sino que obligó a los republicanos a explicar su impopular plan de recortes del
presupuesto nacional, su promesa de “reducción de los impuestos de los
millonarios” y de supresión de las ayudas a las familas modestas. De ese modo,
Obama se transformaba en campeón de las clases medias, segmento principal de la
población estadounidense y por consiguiente del electorado.
Hecho significativo, en su discurso del 6 de septiembre pasado ante la
Convención demócrata, el presidente no defendió su balance, excepto en política
exterior. Recordó la muerte de Osama Ben Laden, la retirada militar de Irak y su
decisión de retirar las tropas también de Afganistán.
Habría mucho que decir sobre el balance de su política exterior que es
globalmente muy decepcionante. Tanto en América Latina (Cuba, Venezuela, golpes
de Estado en Honduras y Paraguay, etc.) como en Oriente Próximo (primaveras
árabes, Libia, Siria, Irán, Palestina…). Pero, ya lo hemos dicho, el resultado
de la elección no lo determinará la política exterior.
Todo se jugará sobre las cuestiones económicas y sociales. Y éstas, en los
últimos meses, han mejorado netamente. El crecimiento, por ejemplo, vuelve a ser
positivo (+0,4% de media por trimestre). La situación del empleo ha mejorado
mucho (un millón de empleos creados en los últimos seis meses). Salvada de la
quiebra gracias al Estado, la General Motors ha recuperado el primer puesto (en
vez de Toyota) en la lista de los principales fabricantes de automóviles del
mundo. La construcción de viviendas también va mejor. La Bolsa ha progresado más
de un 50% desde 2009. Y el consumo de los hogares vuelve a estar en alza.
¿Será esta reciente mejoría suficiente para garantizar la reelección de
Barack Obama?
No hay comentarios:
Publicar un comentario