"...En las paredes de la “ciudad ocupada” se leían graffitis donde el Director General, verdadero innombrable, era reconocido como “Pin-8”, una manera de decir sin decirlo: Pinochet..."
1.- Vía Crucis
El mismo 18 de septiembre de 1973, el cardenal Raúl Silva Henríquez levanta
su voz en el Te deum de aquel año para clamar por la paz entre los
chilenos. Este sacerdote salesiano, “el cardenal del pueblo” volcó toda
su pasión para reclamar por los caídos, los pobres y los que sufren. Inspirado
en la mejor tradición del Concilio Vaticano segundo, creó el Comité Pro
Paz muy tempranamente en octubre de 1973 y más tarde la Vicaría de la
Solidaridad. Este gran chileno fue una luz en medio de una noche oscura que
junto a Helmut Frenz, un pastor luterano expulsado por la dictadura en 1975,
representan lo mejor de la tradición cristiana entre nosotros.
La gente más sencilla y humilde encontró en estos grandes pastores un apoyo
solidario frente a un estado terrorista cuya policía secreta secuestraba,
violaba y torturaba a chilenas y chilenos. En nombre de imperativos éticos
cristianos, estos pastores tuvieron el coraje de hacer frente a la tiranía en
los momentos en que se atropellaban los derechos más elementales de la dignidad
humana. Con dios y contra el general, estas figuras religiosas llevaron consuelo
a cientos de familias que lloraban a miles de detenidos, torturados,
desaparecidos y ejecutados políticos.
En muchas poblaciones de las grandes ciudades crecía un movimiento cristiano
en el seno de la cultura popular. Los llamados curas obreros compartieron la
suerte de los desposeídos y atropellados por el régimen. Los nombres de Pierre
Dubois y André Jarlan quedarán inscritos en nuestra memoria como sacerdotes
consecuentes con el mensaje de los evangelios, símbolos de la población La
Victoria. En el Chile de Pinochet, el rostro doliente del crucificado estuvo
en las esquinas de nuestras ciudades y en las mazmorras de la dictadura. El
Vía Crucis de un pueblo entero quedó salpicado de sangre de varios
sacerdotes asesinados por la DINA, la organización criminal creada por el
dictador, entre ellos Joan Alsina, Miguel Woodward, Antonio Llidó, Gerardo
Poblete.
En el Chile actual, donde el olvido y la frivolidad parecen prevalecer, es
necesario volver nuestra mirada a aquellos tiempos de dolor. Recordar los
rostros y las palabras de quienes hablaron de paz en medio de tanta penuria. No
se trata de una mórbida delectación en la tragedia y la muerte sino, muy por el
contrario, de un aprendizaje moral para todos los chilenos de hoy. Es nuestra
memoria de aquellos días lo que nos constituye como nación, una parte de lo que
somos. Hacer presente ese otrora en el aquí y ahora es también un sutil
ejercicio de sanación y redención.
2.- Los años oscuros
Los sectores populares, en aquellos aciagos días de terror y muerte, tuvieron
que aprender a lidiar con la represión, el secuestro y el asesinato. En las
paredes de la “ciudad ocupada” se leían graffitis donde el
Director General, verdadero innombrable, era reconocido como “Pin-8”, una
manera de decir sin decirlo: Pinochet. Se multiplicaban los chistes sobre la
dictadura, una suerte de terapia social para sobrevivir en medio de una realidad
oprobiosa, pues nadie sabía si aquella noche llegarían los carros de carabineros
a allanar la población en busca de panfletos o sospechosos de pertenecer a
alguna organización popular. Todos eran llevados a la medianoche a los sitios
baldíos mientras sus escasos enseres eran destrozados, sus vidas ultrajadas.
Todas las ciudades del país debieron vivir durante años bajo un implacable
“toque de queda”, cuyo inicio y término diario se indicaba con tiros al
aire. Hacia comienzos de la década de los ochenta comenzaron las protestas
populares, con una elevada cesantía y sueldos miserables. Era la estrategia del
“Schock” ideada por los tecnócratas neoliberales que imponían su
ideología a todo Chile por la fuerza de las armas. Durante una de aquellas
noches de protesta, más de cuarenta cadáveres amanecían dispersos en diversos
rincones de la capital, mientras el ministro del interior, Sergio Onofre Jarpa
hablaba de la institucionalidad del país.
Nombres como el “Estadio Nacional” o el “Estadio Chile” donde asesinaron a
Víctor Jara quedarán grabados en el alma de nuestro país como lugares de tortura
y crimen. Ni odio ni rencor, dolor. Esos y tantos lugares son nuestro
equivalente de Auschwitz y Dachau, lugares en que nuestra
humanidad ha descendido varios escalones hacia la barbarie. Los muertos de Chile
esperan su redención, su paz, en medio de una sociedad más justa y más humana,
donde sea la justicia la que presida nuestra vida social. Como cantó Pablo
Neruda: “Aunque los pasos toquen mil veces este sitio / No borrarán la sangre
de los que aquí cayeron/ Y no se extinguirá la hora en que caíste/ Aunque miles
de voces crucen este silencio”
Desde aquel 11 de septiembre, la soldadesca golpista asedió a las poblaciones
más pobres del país, cumpliendo así el mandato de los poderosos que anhelaban un
pueblo dócil, obediente, esclavo. Como un capítulo más de nuestra “Historia
nacional de la infamia”, mientras todavía no se apagaban las cenizas del
bombardeo a la Moneda, aquella noche el Canal 13 transmitía la celebración de la
derecha, puesta en escena para todo el país, fiesta animada por Los Huasos
Quincheros que cantaban “El patito chiquito” con burlas soeces a los
derrotados. Lo que sobrevive en el recuerdo es, precisamente, aquello que ha
causado más dolor. Para contar una verdad no se requiere militancia alguna sino
un corazón bien puesto y una pizca de decencia, nada más. Es cierto, han pasado
cuarenta años, pero el sufrimiento de tantos está allí, en el corazón de muchos
que no encuentran sosiego en los malls que hoy se multiplican por las
ciudades de Chile.
Una herida que no ha cesado de sangrar, una herida que impide la paz de
tantos sobrevivientes y de tantos muertos. Esta es la otra historia de Chile,
aquella que apenas comienza a ser contada. No la historia oficial, ni siquiera
los informes de organismos especializados sino aquella que arranca las lágrimas
de quienes tienen la valentía y el privilegio de recordar. Una historia que,
hasta aquí, ningún candidato a algún puesto ha tenido la valentía siquiera de
balbucir. Las nuevas generaciones merecen conocer toda la verdad por vergonzante
y lamentable que sea, porque es parte de nuestra historia. Ni odio ni rencor,
dolor.
3.- Cuarenta años después: El lugar sin límites
Entre las mucha metáfora de nuestro país, está aquella imaginada por José
Donoso en su novela El lugar son límites (1967). Un sórdido espacio
prostibulario presidido por el travestismo. A cuarenta años de distancia,
nuestro país parece, en efecto, sumergido en un clima político, moral y cultural
lamentable. Digámoslo claro, distamos mucho de ser una sociedad mínimamente
justa, mínimamente digna, mínimamente democrática. Estamos cada día más lejos de
cualquier “reino”, lo “fino y espiritual” está proscrito por una
retahíla de medios de comunicación que adormecen nuestros sentidos y domestican
la amnesia generalizada. Habitamos el lugar sin límites de la mediocridad, la
corrupción, la codicia, la impunidad y la estupidez. La mercantilización de la
vida - bajo la forma de una sociedad de consumidores de segunda o tercera
categoría - ha sumido a Chile en un materialismo ramplón que justifica la
existencia de millones con baratijas, ilusiones y mentiras.
El moralismo fariseo de algunos medios cuela el mosquito y deja pasar enormes
camellos. Grandes empresas lucran con la salud de los chilenos, con la educación
de los chilenos y con las pensiones de vejez de los chilenos, en el límite de lo
legal y de lo moral. Preocupados por el penúltimo escándalo de algún futbolista
no vemos la complicidad de farmacias que estafan a millones con los precios de
medicamentos, tampoco vemos la impunidad de civiles y militares que siguen
ocupando cargos como si en este país no hubiese pasado nada.
La herencia del dictador es una sociedad hecha a la medida de los
sinvergüenzas que han hecho grandes fortunas gracias a una legalidad neoliberal
espuria que legitima el abuso. Es la derecha de hoy, travestida en “centro
derecha”, nombre de fantasía que no alcanza a disimular el burdel en que habita.
Son los mismos rostros, los mismos nombres los que aparecen en la banca, en las
empresas, en el gobierno, en los principales partidos políticos y los grandes
escándalos financieros. Hasta el presente, nuestra sociedad muestra los
costurones de un mundo oligárquico y neoliberal, donde los empresarios, como
antaño, llegan al parlamento y, a veces, a la presidencia. Chile: El lugar sin
límites.
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