Se van a cumplir 40 años de la monstruosa traición que cometieron las
instituciones “republicanas” coludidas en una conspiración fraguada por
intereses extranjeros, contra Chile y su pueblo. La Izquierda en recomposición
debería dedicar este aniversario no sólo a recordar -y rendir justos homenajes-
sino, sobre todo, a sistematizar las experiencias que dejaron el gobierno del
presidente Allende y la dictadura militar-empresarial, que se prolonga hasta hoy
en la Constitución y la economía de mercado.
El derrocamiento del presidente Salvador Allende y la cruel represión que
duró casi veinte años, constituyen la tragedia más dolorosa de la historia de
Chile, junto con la guerra civil de 1891 también alentada por capitales
extranjeros. Nuestro país recibió de EE.UU. el trato que los imperios suelen
dispensar a sus colonias. Las autoridades nacionales fueron manipuladas mediante
soborno y corrupción. Dirigentes políticos, parlamentarios, jueces, generales,
sacerdotes y medios de comunicación fueron comprados para desempeñar distintos
roles en la conspiración.
Esta se inició en octubre de 1970, con el asesinato del general René
Schneider, comandante en jefe del ejército. Se intentaba impedir a toda costa
que Allende asumiera el gobierno con un programa de profundos cambios, que se
iniciaban con la nacionalización del cobre. Agentes de la antipatria -entre los
que destacaba el propietario de El Mercurio, Agustín Edwards, que partió
a Washing-ton a pedir la intervención norteamericana-, tomaron parte en una
operación para instaurar un nuevo proyecto histórico destinado a refundar el
capitalismo en nuestro país, que era la primera experiencia de tránsito pacífico
al socialismo.
La gran traición de 1973 fue un golpe artero no sólo a las esperanzas del
pueblo chileno sino también a las espectativas que nuestra experiencia había
creado en los trabajadores del mundo. El modelo que en 1973 se impuso a sangre y
fuego en Chile, constituyó una contrarrevolución en toda la extensión de la
palabra. La pieza clave del plan que condujo al golpe de Estado y a la
eliminación física de la Izquierda, consistió en hacer creíble que Salvador
Allende, un estadista de linaje laico y democrático, pretendía instaurar una
“dictadura comunista”. Sobre esa mentira se levantó el andamiaje de la
conspiración.
Los mayordomos criollos del golpismo, sobre todo los dirigentes
democratacristianos e incluso derechistas que habían convivido con Allende en el
Parlamento, sabían que éste jamás habría dado un paso que condujera a una
dictadura. Allende, sin ninguna duda, fue el más auténtico demócrata que ha
gobernado el país. Su formación ideológica y su experiencia política lo ubicaban
en el sector avanzado -pero a la vez más respetuoso de las formas y
procedimientos de la democracia burguesa- de los dirigentes reformistas de su
época. Esto lo llevó a tomar distancia de políticos como Víctor Raúl Haya de la
Torre, en Perú, Rómulo Betancourt, en Venezuela, José Figueres, en Costa Rica,
Luis Muñoz Marín, en Puerto Rico, etc., los cuales partiendo de posiciones
progresistas, y hasta revolucionarias, describieron una parábola ideológica que
los llevó finalmente a servir al imperialismo y las oligarquías.
Allende, en cambio, fortaleció en el curso de su lucha sus ideales
socialistas y avizoró el futuro latinoamericano en la naciente Revolución
Cubana, a la que entregó su solidaridad sin enajenar su convicción de la
posibilidad de una revolución pacífica en Chile. Esa actitud explica también la
simpatía que Allende sentía por el Che Guevara y por la juventud revolucionaria
de Chile y América Latina, respetando la honestidad y valor de su rebeldía.
Allende -revolucionario en la reciedumbre de sus convicciones- también estaba
dispuesto a morir, como en efecto lo hizo, en defensa de la Constitución y las
leyes. Bloqueado el camino a un plebiscito por el zarpazo golpista, Allende no
tuvo otra opción que el sacrificio de su vida para responder a la lealtad del
pueblo.
A Salvador Allende se le pueden criticar diversos aspectos de su tarea como
gobernante y de su pensamiento político. Pero todos sus errores tuvieron como
matriz una inconmovible lealtad a los valores de la democracia en que se había
formado. Posiblemente el peor de sus errores fue su confianza en las fuerzas
armadas, a las que creía fieles a la “doctrina Schnei-der” de respeto absoluto a
la Constitución. Para Allende -como lo repitió tantas veces- las fuerzas armadas
eran “el pueblo con uniforme”. Creía que la revolución chilena -con “sabor a
empanadas y vino tinto”-, que surgió de la voluntad del pueblo, merecería la
obediencia y lealtad que la Constitución y las leyes señalaban a las FF.AA. Este
pensamiento lo reflejan sus palabras del 1º de mayo de 1971: “Sólo un pueblo
disciplinado, organizado y consciente será, junto a la lealtad de las FF.AA. y
Carabineros, la mayor defensa del gobierno popular y del futuro de la
Patria”.
Sin embargo, el verdadero patriotismo de las FF.AA. -hacer camino junto a su
pueblo-, estaba minado por doctrinas y entrenamientos extranjeros. Sus oficiales
no eran leales al gobierno constitucional de la República, sino al sistema que
regulaba -y todavía regula- el poder imperial. Pero aún así, hay que
reconocerlo, hubo militares leales como el general Carlos Prats, comandante en
jefe del ejército, obligado a renunciar por la presión golpista (y más tarde
asesinado junto con su esposa en Buenos Aires); el almirante Raúl Montero
Cornejo, comandante en jefe de la Armada, arrestado la noche anterior al golpe,
o el general José María Sepúlveda Galindo, director general de Carabineros que
se presentó en La Moneda el 11 de septiembre antes de ser destituido por la
mafia golpista.
Distintos líderes advirtieron al presidente Allende que la revolución chilena
tenía pies de barro si no aseguraba el apoyo de las FF.AA. Uno de los mensajes
más claros -y público- fue del premier chino Chou En Lai(*) quien pronosticó que
la experiencia chilena terminaría en un golpe de Estado. Allende, sin embargo,
desoyó las advertencias confiando en una “tradición” democrática que no era tal.
Poco antes de la sublevación militar, Allende rechazó la sugerencia del general
Prats de llamar a retiro inmediato a los generales golpistas más activos y al
vicecomandante de la Armada, José Toribio Merino. Es notable que Prats no
planteara la destitución de su sucesor en la comandancia en jefe del ejército,
Augusto Pinochet. Hasta entonces el cinismo de Pinochet, así como sus instintos
criminales y desorbitada ambición de poder y riqueza, eran un misterio para
todos.
El golpe tuvo prolongada gestación. Sus preparativos incluyeron hasta un
programa para implantar la economía de mercado como pieza maestra del sistema
que gobernaría en las próximas décadas. La conspiración se había puesto en
marcha incluso antes de la instalación del gobierno de Allende. La intervención
norteamericana se materializó casi de inmediato, para “hacer chillar la
economía”, como ordenó Nixon a la CIA. Junto con el sabotaje económico
-provocando inflación, desabastecimiento y mercado negro-, el golpismo desató
una campaña de desprestigio de Allende. A la vez puso en acción los atentados
dinamiteros de Patria y Libertad -una banda de extrema derecha asesorada y
pertrechada por militares y marinos-. Simultáneamente, movilizaba mujeres,
estudiantes, camioneros, comerciantes, profesionales y sectores de trabajadores.
La oposición censuraba en el Parlamento a los ministros e intentaba alcanzar los
dos tercios para inhabilitar al propio presidente. Esa meta no la pudieron
alcanzar (ver págs.16 a 18 de esta edición), lo cual desencadenó el golpe.
Si hoy queremos reconstruir una alternativa de Izquierda para Chile, resulta
indispensable revisar esta historia. Por eso, a partir de esta edición, Punto
Final reproducirá análisis, entrevistas, reportajes y columnas de opinión
que publicó entre marzo y septiembre de 1973. Queremos contribuir a generar un
debate que abra nuevos caminos a la reconstrucción de la Izquierda. Pero nuestro
aporte será insuficiente. Se trata de un periodo histórico que requiere mil
miradas para captar toda la compleja riqueza de sus lecciones. Invitamos pues a
las organizaciones sociales y políticas a debatir esas experiencias. La herencia
de la tiranía -el modelo económico, político y cultural- se mantiene intacta.
Las FF.AA. siguen siendo los cancerberos del modelo junto con la
institucionalidad política. Una alternativa de Izquierda con un proyecto
socialista apropiado a este cambio de época, necesita mirar al pasado para
reconocer el presente. Recoger nuestras victorias y derrotas es la mejor forma
de rendir homenaje a Salvador Allende y a los miles de héroes y mártires de la
lucha por la libertad de la patria. Eso nos permitirá integrarnos a la realidad
que hoy está modificando la geografía política y social del
continente.
Punto Final
(*) Entrevista en el periódico mexicano Excelsior, 6 de septiembre de 1971.
No hay comentarios:
Publicar un comentario