"...El resultado de casi dos décadas de “gobiernos democráticos” en que se alternaron la Democracia Cristiana y el Partido Socialista generó en el país más expectativas que resultados. La gestión concertacionista logró naturalizar un orden constitucional, revistiéndolo de una pátina republicana que no hacía sino consolidar lo que algunos han llamado una “democracia de baja intensidad...”
1.- Backyard: El patio trasero
Preguntarse por el fin de una dictadura militar como la chilena bien pudiera
parecer una obviedad. Es como preguntar por el fin del Tercer Reich o
la Guerra Fría, pues, todos los signos indican que, en efecto, la
historia ha señalado un ocaso. Pero debemos ser cautos e insistir en la
pregunta, más todavía en la experiencia chilena, pues pareciera que lo que
dábamos por finiquitado persiste obstinado de mil maneras en la vida social y
política de nuestro país. Instalada la interrogante, surge la inquietante
sospecha de que no se trata de enmarcar en un paréntesis un determinado régimen
de terror (1973 – 1989), pues los paréntesis suelen ser porosos, cuando no,
ilusorios. Si nuestra sospecha es correcta, habría iniciar una reflexión con la
hipótesis de que el golpe de estado de Augusto Pinochet se fraguó mucho antes de
lo que indican las fechas oficiales y todavía no termina.
Si hemos de darle crédito al Informe Church, un documento elaborado
por el Senado estadounidense en 1975, lo cierto es que la Casa Blanca a
través de su servicio de inteligencia CIA financió la desestabilización del
gobierno de Salvador Allende desde que éste fuera elegido en las urnas, antes de
que asumiera la presidencia del país en 1970. De hecho, en una tradición
inaugurada en Italia en 1948, la CIA intervino en las elecciones chilenas de
1964 y 1970. El gobierno de entonces, encabezado por Richard Nixon y su
secretario Henry Kissinger, fueron los artífices que vieron culminada su obra en
septiembre de 1973 como parte de una estrategia mundial inscrita en la Guerra
Fría.
No es necesario forzar la historia para demostrar con nítidos antecedentes
que la conspiración anti allendista fue obra de una potencia extranjera y que
ésta comenzó, por lo menos, tres años antes de los fatídicos acontecimientos
como una sistemática acción encubierta. Todo lo acontecido durante los
llamados mil días del gobierno popular: boicot diplomático y económico,
atentados terroristas, huelgas de gremios profesionales y empresariales, presión
al interior de las fuerzas armadas, y una orquestada campaña de prensa
encabezada por El Mercurio, respondió en gran medida a los dólares
invertidos en Chile, tanto por agencias gubernamentales estadounidenses como por
corporaciones multinacionales.
Desde la perspectiva de Washington, el gobierno de Salvador Allende
significaba un riesgo serio y la amenaza de una “segunda Cuba” en América
Latina y con ello una expansión del poder comunista soviético. Recordemos que
aquel mismo año, el gobierno de Nixon se retiraba de Viet Nam como fruto de una
negociación en París. Recordemos, además, que la intervención norteamericana en
Latinoamérica no era nada nuevo en su agenda política regional; después de la
Segunda Guerra Mundial cayeron los gobiernos de Arbenz en Guatemala, Goulart en
Brasil y la República Dominicana fue invadida igual que Granada y Panamá años
más tarde. Hasta el presente, todas las administraciones en la Casa
Blanca han mantenido el bloqueo a Cuba y una hostilidad explícita a
cualquier régimen de corte democrático popular, como es el caso de Venezuela,
Ecuador o Nicaragua.
2.- La alegría ya viene
La dictadura de Augusto Pinochet deja el poder ejecutivo en el marco de su
propia institucionalidad. Este hecho marcará la llamada transición pacífica a la
democracia, con el aplauso no disimulado de Elliot Abrams. Con escasas medidas
cosméticas, los gobiernos de la Concertación debían gobernar con las reglas
heredadas de la dictadura y con el compromiso de no tocar a ninguno de los
cómplices del general durante su gobierno. La Concertación de Partidos por la
Democracia gobernaría durante cuatro gobiernos sucesivos sin alterar, en lo
fundamental, el modelo económico ni el modelo político diseñado por el dictador.
El resultado de casi dos décadas de “gobiernos democráticos” en que se
alternaron la Democracia Cristiana y el Partido Socialista generó en el país más
expectativas que resultados. La gestión concertacionista logró naturalizar un
orden constitucional, revistiéndolo de una pátina republicana que no hacía sino
consolidar lo que algunos han llamado una “democracia de baja intensidad”. Como
todo proceso, éste no estuvo exento de graves debilidades entre sus propios
protagonistas y, en el límite, de una degradación de la cuestión pública en que
se mezclaron negocios y política. En pocas palabras, una “constitución de
facto”, ilegal y corrupta en su origen, terminó de corromper a una clase
política que olvidó los grandes valores que decía defender para comenzar a
defender los valores bursátiles y a las grandes empresas.
Los últimos gobiernos concertacionistas, insistiendo en un “pastiche
republicano”, no lograron mantener la unidad en sus propias filas ni impedir que
los escándalos se sucedieran. El proceso hizo crisis en las últimas elecciones
presidenciales, dándole una mayoría circunstancial al actual mandatario,
representante del empresariado y la derecha extrema. En el presente, la
movilización social pone de manifiesto un cierto “malestar ciudadano” con el
actual estado de cosas. Se ha planteado la necesidad de una “Asamblea
Constituyente”, cuestión que divide a las distintas corrientes progresistas y
democráticas ante la posibilidad de un eventual gobierno liderado por Michelle
Bachelet.
La Concertación constituyó un instrumento político de la década de los
ochenta respaldado por el gobierno de los Estados Unidos. Durante dos décadas,
este conglomerado de partidos articulo una política de consensos cuyo resultado
está a la vista: Un gobierno de derechas. No es fácil, por tanto, proyectar un
“revival” concertacionista en los años venideros, pues la realidad social y
política es muy diferente a aquella de los años ochenta y noventa. Pareciera que
todo se juega en un programa que se haga cargo de reformas serias y profundas en
el sistema económico y político. No es posible conjugar, al mismo tiempo, la
herencia de Pinochet en lo económico y lo político con el creciente malestar de
la población.
Los acelerados cambios culturales verificados en esta primera década del
siglo XXI instalan a las nuevas generaciones en coordenadas que exceden incluso
los límites históricos nacionales, de tal suerte que surgen reclamos
democráticos que no admiten los límites estrechos de una sociedad altamente
autoritaria, clasista y excluyente. Los movimientos estudiantiles han mostrado
ya los síntomas de estas nuevas tendencias políticas y culturales que instalan
nuevos horizontes de sentido en nuestra sociedad, ante los cuales ni el actual
orden institucional ni la clase política que quiere gestionarlo está a la
altura.
3.- Pinochetismo sin Pinochet
La dictadura del general Augusto Pinochet se planteó como un régimen
fundacional, esto es, como un punto de inflexión en la historia del país. Para
llevar a cabo este propósito legó a las generaciones posteriores una carta
constitucional diseñada, expresamente, para preservar un modelo económico y
político que asegurara el dominio ganado por la fuerza de las armas para los
sectores de derecha. Si bien la historia ya ha barrido de escena las cenizas del
dictador, no ha ocurrido lo mismo con el diseño institucional sancionado por la
junta militar en los años ochenta del pasado siglo.
El Chile de hoy no es sino la prolongación pseudo democrática del poder
heredado por los políticos y empresarios de extrema derecha desde aquella pagana
noche en Chacarillas. Fue allí, una fría noche de julio de 1977 cuando un
grupo de fanáticos, devotos del Opus Dei, nacionalistas o pretendidos liberales,
sellaron el pacto entre el terror militar y la elite política y empresarial que
nos gobierna en nuestros días. Mientras muchos hogares en modestas
poblaciones eran allanados cada noche, mientras muchos chilenos eran
torturados, exiliados o asesinados, los poderosos celebraban sus nupcias con el
sátrapa.
Hasta nuestros días permanece intocado un sistema electoral que impide la
expresión genuina de un pueblo, mediante artificios legales que dejan fuera a
los partidos pequeños. Hasta el presente, la impunidad de civiles y militares es
la atmósfera naturalizada de nuestro quehacer político. Contra la opinión de
sentido común, es necesario señalar que la dictadura en Chile no ha terminado:
No ha terminado para los pueblos originarios que solo reciben una feroz
represión de parte de las autoridades por reclamar sus derechos ancestrales.
Tampoco ha terminado la dictadura para las miles de familias endeudadas por un
sistema que lucra con la educación de los jóvenes de nuestro país ni para
millones de trabajadores que deben sobrevivir con salarios miserables gracias al
modelo neoliberal imperante. La dictadura existe en cientos de leyes y decretos
que ordenan un país fundamentalmente autoritario al que se han plegado no pocos
miembros de una clase política oportunista.
En esta llamada democracia, el pinochetismo impune está vivo aunque su líder
haya muerto, jactándose de sus crímenes, haciendo apología de la violencia y del
terrorismo de estado. Una avenida todavía celebra el once de septiembre y buques
de la Armada Nacional enarbolan el nombre de uno de los golpistas. En esta
llamada democracia, los cómplices de graves delitos de lesa humanidad siguen
fungiendo como legisladores o funcionarios de gobierno. El pinochetismo sin
Pinochet persiste como una peste en la sociedad chilena, impidiendo a las nuevas
generaciones avanzar hacia formas más profundas de democracia. La actual
constitución garantiza prebendas a la clase política, impunidad a civiles y
uniformados y, desde luego, millonarias ganancias a las corporaciones chilenas y
extranjeras.
Mediante un manejo cuasi monopólico de los medios de comunicación se ha
incubado entre nosotros un imaginario mal sano que convierte las justas demandas
de los movimientos sociales en una amenaza. Los noticieros de televisión y la
prensa de gran tiraje han incubado una cultura del miedo y del consumo
suntuario. La herencia pinochetista se traduce, entonces, en una amnesia
dirigida que nos impide recordar que nuestra sociedad está erigida sobre una
pila de cadáveres y que los culpables andan sueltos.
A cuarenta años del golpe de estado de 1973 los tribunales se han mostrado
reacios, acaso incapaces de hacer justicia. Los pocos procesados y sentenciados
por temas relativos a derechos humanos cumplen sus condenas en cárceles de lujo.
El mismo Augusto Pinochet murió impune gracias a los buenos oficios del gobierno
chileno, rodeado de sus seres queridos y con las bendiciones de rigor. A
cuarenta años del golpe de estado, muchos chilenos todavía viven el luto y la
angustia de no saber dónde están sus seres queridos. El golpe de estado no ha
terminado en Chile, la reconstrucción democrática de nuestra sociedad no ha
tenido lugar. Más allá de la demagogia, lo único cierto es el olvido, olvido de
las víctimas de aquel trágico episodio. Olvido de los pobres de cada día. Olvido
de nuestra propia dignidad como país.
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